lunes, 30 de julio de 2007

Pintar con palabras: la poesía de Manuel Maples Arce

A menudo, cuando se considera la historia de la literatura (sobre todo mexicana), existe la tendencia a hacer abstracción de ciertos momentos considerados por algunos críticos como “excesivos”, “desaforados” o “poco representativos” en el conjunto del desarrollo de la creatividad artística. Se trata, por supuesto, de esas corrientes de vanguardia que parecen haberse concentrado en forma básica y casi exclusiva en el planteamiento de una nueva manera de concebir la escritura. Lo cual significa habitualmente una ruptura con las formas tradicionales y la creación de objetos estéticos a menudo de difícil análisis. Y es muy conocido que de ello se deriva a menudo una cierta incomprensión por parte de la crítica menos imaginativa.
Es el caso concreto del movimiento estridentista, un momento especialmente significativo de la historia cultural de México, del cual sin embargo en muchos manuales encontramos tan sólo referencias incidentales y no siempre muy halagatorias.
En su Historia de la literatura hispanoamericana (México, Ariel, 1984) Jean Franco se limita a señalar que
el ‘estridentismo’, cuyo representante más destacado fue Manuel Maples Arce [...] tuvo una vida corta. La gran poesía mexicana de los años veinte iba a ser meditativa y estaría bajo la influencia de los movimientos ingleses y norteamericanos, más que bajo la del futurismo.
Por su parte, Enrique Anderson Imbert (Historia de la literatura hispanoamericana, vol. II, México, Fondo de Cultura Económica, 1977) es algo más explicito en su apreciación cuando señala que Manuel Maples Arce se propuso, desde su primer libro (Andamios interiores), celebrar
no el presente, sino la acción por venir y creyó que esto se hacía con un paisaje de máquinas, productos industriales y nomenclaturas técnicas: motores, hélices, aeroplanos, cines, automóviles, cables, arcos voltaicos, triángulos, vértices.
Se debe señalar, para comprender este comentario, que todos los términos que Anderson Imbert señala como formando parte del vocabulario estridentista, y que al parecer le resultan inadecuados y un tanto fuera de lugar, se han convertido con el paso del tiempo en parte habitual de nuestro léxico (incluso en el campo de la poesía), pero en la primera mitad del siglo todavía podían parecer algo extravagante y demasiado moderno. Para un lector contemporáneo, acostumbrado a las fórmulas de la antipoesía y de la literatura urbana, resulta por momentos difícil comprender el escándalo de los contemporáneos de Maples Arce ante las “audacias” estridentistas, que actualmente no nos parecen tales, o al menos no nos desconciertan excesivamente. Muchas metáforas estridentistas y la misma terminología de sus poemas incluso nos resultan relativamente convencionales en comparación con ciertas formas de la escritura actual. De cualquier forma, Anderson Imbert coincide con Jean Franco cuando afirma que “el estridentismo fue una aventura pasajera: de 1922 a 1927. Le fue más fácil destruir las formas cerradas del arte que construir obras memorables con palabras ‘en libertad’.”
Incluso un especialista en vanguardias como Guillermo de Torre (Historia de las literaturas de vanguardia, vol. II, Madrid, Guadarrama, 1974), no le da mucha atención al movimiento estridentista, y se limita a señalar que
la poesía mexicana en el mapa de América y a diferencia de otras expresiones artísticas, particularmente la pintura, representa la mesura, la contención. De ahí que los brotes vanguardistas surgidos en la década que nos ocupa [los años veinte] tuvieron el carácter de algo excepcional y aun contracorriente. Aludo al estridentismo de Manuel Maples Arce y a su manifiesto Actual: una gran hoja de prosa explosiva donde se mezclan alardes futuristas, manotazos de tipo dadaísta, propuesta –al modo ultraísta– de una síntesis de todos los movimientos de 1920.
Se comprende que la referencia de Guillermo de Torre al aspecto vanguardista de la pintura mexicana se hace teniendo en mente sobre todo el trabajo de los muralistas, que llegó a tener un impresionante prestigio a nivel de todo el continente. En cierta forma en este comentario se plantea una paradoja clara y evidente del desarrollo cultural de nuestro país. Mientras que en el campo de la plástica la primera mitad del siglo fue testigo de una indudable renovación, incluso de una ruptura que separó totalmente lo que hacían los artistas nuevos en relación a lo que la expresión más académica proponía como la forma “correcta” de las manifestaciones pictóricas, en el campo de la poesía (y, en general, de la literatura) no se presentó una verdadera ruptura o un cambio notable. El trabajo de los poetas del grupo de Contemporáneos representaba, en muchos aspectos, una continuidad con las escrituras de épocas anteriores. En relación a la obra de los Modernistas, encontramos una renovación del léxico y de algunas de las formas de la escritura, pero también encontramos el asumir la herencia de la poesía intimista y en general respetuosa de las reglas del lenguaje. La pintura fue otra cosa y manifestó preocupaciones distintas. Como señala Dawn Ades (Arte en Iberoamérica (1820-1980), Madrid, Ministerio de Cultura-Quinto Centenario-Turner, 1990):
En contraste con la respuesta un tanto pasiva de los novelistas, los pintores inundaron los muros con un torrente de imágenes de todo tipo: realistas, alegóricas, satíricas, presentando toda una serie de aspectos de la sociedad mexicana, sus aspiraciones y conflictos, su historia y su cultura.
Encontramos, por lo tanto, una clara divergencia entre las búsquedas de los pintores y las de los escritores, pues mientras los primeros se integran plenamente en lo que podríamos considerar una actitud vanguardista y buscan el acuerdo con la realidad histórica, los segundos prefieren seguir trabajando sobre las fórmulas establecidas por cierta tradición. Una excepción a esto fue precisamente el demasiado breve experimento estridentista, que se propuso, en el campo de la poesía, buscar una renovación equivalente a la que el muralismo estaba planteando en el campo de la expresión plástica. Por supuesto, las fórmulas empleadas no eran las mismas, pues mientras el Muralismo buscaba la creación de un “arte público” y, de alguna forma, al alcance de las masas, los estridentistas planteaban, bajo la clara inspiración del futurismo (y algunas otras vanguardias sobre todo europeas, como el dadaísmo), la integración de los elementos de la “modernidad” dentro de la escritura poética y la renovación de las fórmulas de manejo del lenguaje. Pero, en ambos casos, encontramos la clara conciencia de que, para una sociedad nueva (como se pretendía el México posrevolucionario), no era posible continuar manejando las formas de expresión de la sociedad anterior. Una idea que también se estaba manifestando en la Unión Soviética de la época (antes de que el estalinismo proscribiera como “burguesas” todas las experimentaciones estéticas), e incluso en otras culturas que simplemente estaban recibiendo el impacto de los cambios sociales y tecnológicos que iban a definir al siglo XX en su totalidad.
Pero en las frases anteriormente citadas de Guillermo de Torre también se percibe otra cosa: el hecho de que su conocimiento de la escritura del grupo estridentista debía ser bastante limitado y se concentra sobre todo en el texto que fue el primer manifiesto del grupo, el titulado “Actual. Hoja de Vanguardia No. 1. Comprimido estridentista de Manuel Maples Arce”. El texto de este manifiesto fue publicado, junto con los demás textos fundamentales del movimiento, en el excelente libro de Luis Mario Schneider: El estridentismo o una literatura de la estrategia, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997. Aunque de Torre fue nombrado “representante” del movimiento estridentista en el extranjero (como señala Luis Mario Schneider), la obra misma de los miembros del grupo no parece haber estado a su alcance. Y entre los autores estridentistas, además de Maples Arce, sobresalen figuras como la del poeta e investigador guatemalteco Arqueles Vela, la del escritor Germán List Arzubide, e incluso de algunos artistas plásticos como Ramón Alva de la Canal, Germán Cueto, Fermín Revueltas y Jean Charlot. Pero ciertamente la difusión de los trabajos de estos artistas no ha estado a la altura de la recibida por otros creadores, en ocasiones incluso menos notables. Desde la época de Guillermo de Torre a los estridentistas les tocó hacer el papel de los “niños malos” de la literatura mexicana, a menudo definidos e incluso atacados por quienes no se habían tomado el trabajo de leerlos. Por supuesto, ellos mismos contribuyeron a forjar su propia leyenda, difundiendo manifiestos que tenían la intención clara de causar escándalo y molestar a las personas de concepciones tradicionales, y asumiendo poses y tomando actitudes que no estaban precisamente hechas para atraerles la simpatía de los representantes de la clase media, con afirmaciones del estilo de “Chopin a la silla eléctrica!” o calificando a Ignacio Zaragoza, el héroe de la batalla de Puebla, como un “bravucón insolente de zarzuela” en el "Manifiesto Estridentista" No. 2, manifiesto que justamente fue pegado en los muros de la ciudad de Puebla, en donde se sabía podía causar mayor malestar y peor escándalo (Vicente Quirarte. “La doble leyenda del estridentismo”, en Peces del aire altísismo: Poesía y poetas en México; México, UNAM, 1993). En parte a causa de estas actitudes extremas es que, como señala Vicente Quirarte, “en la literatura mexicana del siglo veinte, no existe fenómeno literario que, como el Estridentismo, haya sufrido mayores desdenes y haya disfrutado de alabanzas más hiperbólicas”.
Sin embargo, las alabanzas a menudo no han procedido de los sistemas académicos, que tienen tendencia, como ya se señaló, a desvirtuar el movimiento, incluso sin tener conocimiento directo de la escritura de sus miembros. La misma actitud provocadora de los estridentistas, con la tendencia propia de los vanguardistas de menospreciar todas las formas de creación que consideran académicas, produjo a menudo reacciones irritadas en contra de ellos y desarrolló notables enemistades. Es conocida la mala relación entre Maples Arce y algunos de los Contemporáneos, sobre todo Jaime Torres Bodet y Salvador Novo (quienes, sin embargo, estuvieron próximos al estridentismo en sus inicios). Este último incluso aprovechaba cualquier oportunidad para hacer malos chistes en contra de quien, a fin de cuentas, era mejor poeta que él. Así, en la entrevista que le hace Emmanuel Carballo (Protagonistas de la literatura mexicana, México, Porrúa, 1994) afirma que “Maples Arce exponía en formas burguesas, tradicionales, temas que le parecían tremendos y modernísimos. A su libro Andamios interiores yo lo calificaba de Andamios inferiores”.
Igualmente, queda constancia de que el historiador de la literatura mexicana Carlos González Peña aseguraba no haber tomado en cuenta Andamios interiores de Maples Arce porque pensó se trataba de un manual de albañilería. Sin embargo, y en contrapartida, el joven Jorge Luis Borges había considerado ese mismo libro como una obra digna de atención, calificándolo de obra desigual pero interesante en sus manejos de la metáfora:
A un lado el estridentismo: un diccionario amotinado, la gramática en fuga, un acopio vehemente de tranvías, ventiladores, arcos voltaicos y otros cachivaches jadeantes; al otro, un corazón conmovido como bandera que acomba el viento fogoso, muchos forzudos versos felices y una briosa numerosidad de rejuvenecidas metáforas.
Estos comentarios aparecen en el libro Inquisiciones (México, Seix Barral, 1994). Esta colección de ensayos de juventud (publicada originalmente en 1925) fue rechazada posteriormente por el autor a causa de ciertos usos del lenguaje con los cuales el Borges maduro no podía estar de acuerdo, pero las ideas expuestas en estos textos no parecen haberse modificado con el tiempo. Además de que la visión de Borges sigue siendo una de las más adecuadas, pues pone de relieve lo que, a fin de cuentas, es el logro principal de Manuel Maples Arce como poeta: un manejo de la lengua que termina incluso imponiéndose a las fórmulas vanguardistas. Por cierto que cuando el escritor argentino vino a México a recibir el Premio Alfonso Reyes (en 1973), al único autor mexicano al cual manifestó deseos de encontrar fue al ya también anciano Maples Arce.
De cualquier forma tiene razón Rubén Bonifaz Nuño (“Estudio preliminar” a Manuel Maples Arce, Las semillas del tiempo: obra poética 1919-1980, México, Fondo de Cultura Económica, 1981) cuando señala que
ni Maples Arce ni el Estridentismo han recibido todavía el alto lugar que en la historia y la crítica de nuestra literatura les corresponde por indudable justicia. Acaso es porque todavía su revolución no es perdonada por quienes sienten que vino a destruir, cosa que toda revolución está destinada a hacer, situaciones y objetos que les parecen amables y buenos, aunque se avergüencen de reconocerlo. No pudiendo ya recurrir al amparo de sus prejuicios y sus gustos, los críticos, con respecto a Maples Arce, han preferido la cómoda actitud del silencio y el resentimiento.
Y, sin embargo, como señala el mismo Bonifaz Nuño, la obra de este poeta ha significado una indudable influencia en la poesía mexicana de épocas posteriores, pues planteó antes de tiempo muchas de las fórmulas que los escritores jóvenes actuales a menudo pretenden haber descubierto. Pero muchos de los desarrollos de la joven poesía actual ya estaban presentes (y a menudo en forma más inteligente) en los poemas escritos por Maples Arce en los años veinte. El mismo escritor parecía definir la mala interpretación que a menudo se hace de su obra cuando señala, a propósito de la obra de ciertos pintores, “sobre las obras de arte hay muchos equívocos. Así como los densos barnices suelen alterar una pintura, la crítica suele revestirla de una costra de adjetivos que la deforma” (Mi vida por el mundo, Xalapa, Universidad Veracruzana, 1983). Y también: “Los prejuicios muchas veces se han impuesto sobre la obra de un artista, en ocasiones porque sólo se le conoce parcialmente, y otras porque ha prevalecido una sentencia enemiga”.
El mismo Maples Arce reconocía que su afiliación al estridentismo debía significar un nivel de incomprensión para su escritura, a la cual siempre se le identificaría con lo vanguardista y, por tanto, con lo que se opone al sistema establecido. En realidad, su obra derivó posteriormente a formas un tanto más convencionales, que él mismo intentó definir:
Al vanguardismo emotivo, radical y psicológico de mi juventud, siguieron otras formas de expresión y de experiencia. Con el tiempo mi poesía avanzó de una manera esencial y no puramente técnica. La duración existencial, el pulso de los días jugó en ella un papel primordial, imprimiéndole un movimiento de fuerza vital. No tiende ya a plasmar la fugacidad de los acontecimientos, sino a buscar la permanencia del ser en su total realidad: es el fruto de una diferente intencionalidad.
Por supuesto, la metáfora no desaparece, con su significación múltiple y sintética, pero el poema no reposa en ella exclusivamente. La continuidad temática es mayor, más apretada, más coherente y acaso deja pasar percepciones y sensaciones más complejas, y no únicamente por una cuestión de estilo, sino de la concepción misma de la poesía y del lenguaje que transmite algo profundo de mi subjetividad.
Ya sea que se prefiera al poeta joven o al más viejo, en el caso de Maples Arce debemos reconocer la obra de un artista influyente que vino simplemente a adelantarse a su momento histórico. Nacido en 1898 y muerto en 1981, este poeta viene siendo un artista que, junto con sus compañeros estridentistas, propuso para la literatura mexicana una renovación que todavía tardó más de medio siglo en hacerse presente, pero que en su momento venía a hacer pareja, de manera más adecuada que otras búsquedas poéticas, con las propuestas de renovación pictórica que se estaban manifestando en nuestro país. En su ya varias veces mencionado Andamios interiores encontramos, como señala Borges, una buena cantidad de versos memorables, que además nos permiten recobrar en muchos aspectos el ambiente urbano del México de los años veinte (el mismo que a menudo se hace presente en la obra de los pintores muralistas), con descripciones que solamente por excepción nos pueden resultar extrañas a los lectores de la actualidad:
La ciudad insurrecta de anuncios luminosos
flota en los almanaques,
y allá de tarde en tarde,
por la calle planchada se desangra un eléctrico.
(M. Maples Arce, Las semillas del tiempo, Op. cit. Todas las citas de los poemas del autor corresponden a esta edición).
La descripción del ambiente urbano todavía podría corresponder a nuestra época, con la ciudad marcada de anuncios iluminados. Sólo habría una excepción: la desaparición de los tranvías eléctricos. Sin embargo, la forma como describe la chispa que brota del cable gastado del tranvía, convirtiéndola en un “desangramiento” tiene una cualidad plástica indudable.
Se debe tomar en cuenta que Maples Arce era coleccionista de arte y amigo de pintores. Por lo cual no debe parecer extraño que en su escritura aparezca recurrentemente un aspecto “visual” que intenta captar los instantes fugaces de la percepción y la cotidianidad de las grandes ciudades. Incluso los temas habituales del desamor y el alejamiento del ser amado adquieren en su poesía tratamientos “visuales” y de modernidad, pero que actualmente nos parecen mucho menos excesivos de lo que resultaron para los críticos de la época:
Yo departí sus manos,
pero en aquella hora
gris de las estaciones,
sus palabras mojadas se me echaron al cuello,
y una locomotora
sedienta de kilómetros la arrancó de mis brazos.
En realidad, no encontramos aquí fórmulas tan desaforadas como las de otros autores vanguardistas. Maples Arce no llega hasta los límites de un Vicente Huidobro, intentando deconstruir y rehacer el lenguaje hasta los límites de la incomunicación. Por el contrario, en la obra de este poeta encontramos referencias a situaciones conocidas y reconocibles, a experiencias propias del hombre contemporáneo que utiliza el ferrocarril y los automóviles para desplazarse en medio de ciudades iluminadas con electricidad. Actualmente incluso nos puede sorprender que se considerara inadecuado hacer mención de todos esos hechos, como si la poesía tuviera la obligación de no mirar la realidad circundante y tuviera que expresarse como si su mundo se hubiera congelado en el siglo XIX y las mujeres abandonaran a sus amantes en barcos de vela y en diligencias. Actualmente nos parecería ridículo que un poeta se negara a mencionar en su obra la actualidad del Internet y los sistemas de video digital, por considerarlos “no poéticos”. Pero a principios del siglo la actitud de la crítica caía a menudo en esas posturas que, desde nuestro punto de vista, son simplemente reaccionarias y absurdas.
Para Maples Arce es obvio que las joyas de un aparador pueden y deben ser asimiladas a focos eléctricos (“las joyas / se confunden estrellas de catálogos Osram”), pues el poeta se limita a observar el mundo exterior tal como éste se le manifiesta a sus sentidos de hombre acostumbrado al uso de la electricidad, sin imponerse limitaciones de léxico o de alcance para sus metáforas. Su referencia estética es, por supuesto, el futurismo de Marinetti, quien incluso es citado por su nombre en uno de los poemas del libro. Posteriormente el fascismo de este escritor iba ser causa de que muchos admiradores suyos renegaran de su modelo, pero en aquella época la propuesta futurista parecía una de las más lógicas en el campo de la creatividad, al señalar la pertinencia de aceptar la tecnología como parte del paisaje y el léxico poéticos. Muchos de los términos y neologismos de esta tecnología parecían ser demasiado “feos” para integrarse convenientemente en la escritura de un poema, pero a menudo se trataba simplemente de la falta de costumbre que los hacía sonar desagradables al oído. Actualmente no nos sorprenden en lo más mínimo y tampoco nos incomoda encontrarlos en mitad de un verso:
En el fru-fru inalámbrico del vestido automático
que enreda por la casa su pauta seccional,
incido como un éxtasis de sol a las vidrieras
y la ciudad es una ferretería espectral.
La referencia a lo inalámbrico parecería ser obra de un escritor contemporáneo, habituado al uso de aparatos que a menudo funcionan de esa manera. Incluso el hecho de que, en esta época, Maples Arce todavía respete en ocasiones las formas de la rima tradicional, hace que versos como estos no nos causen mayor problema e incluso resulten perfectamente aceptables como poesía en un sentido incluso más o menos convencional. Por otro lado, la búsqueda de la metáfora inesperada es una fórmula que nuestra escritura contemporánea incluso considera indispensable, en su búsqueda de romper con la frase hecha y el lugar común:
La trama es complicado siniestro de oficina,
Y algunas señoritas,
Literalmente teóricas,
Se han vuelto perifrásticas, ahora en re bemol,
Con abandonos táctiles sobre el papel de lija.
Por supuesto, se trata de cumplir con el culto a la modernidad, metiendo dentro de la poesía a todas las circunstancias de una nueva manera de vivir y de experimentar la realidad. La burocracia de oficinas y secretarias parecía ser en aquel tiempo un universo totalmente ajeno a la poesía. Mario Benedetti ha demostrado que, como cualquier otro espacio físico, el submundo oficinesco se presta a la experiencia poética.
Igualmente, el uso (relativamente discreto) de palabras inventadas por el mismo poeta, generalmente derivadas de circunstancias tecnológicas (“me debrayo en un claro / de anuncio cinemático”), simplemente viene a complementar el efecto de “modernidad” de sus poemas, y es mucho menos llamativo que el uso de “palabras-maleta” y otros neologismos que aparecen, por ejemplo en el Altazor (1931) de Vicente Huidobro (desde el título mismo del libro).
En definitiva, podemos señalar con justicia que la obra de Manuel Maples Arce, a menudo todavía en el momento actual desechada como una propuesta que fue solamente una curiosidad de época que no pasó “la prueba de fuego de la página impresa” (V. Quirarte: Opus cit.), en realidad funcionó como un adelanto de lo que la escritura de la parte final del siglo XX (y quizá también del siglo XXI) habría de establecer como su manera particular de hacer poesía. El tiempo ciertamente ubica todas las cosas en su lugar, y actualmente podemos leer a Maples Arce con cada vez mayor provecho. Sobre todo si lo ubicamos en su contexto y lo consideramos como una adecuada respuesta poética a las búsquedas pictóricas de la primera mitad del siglo. Y un logro estético que todavía habla a los hombres de otro siglo.
Lo cual no es el caso de muchos de sus enemigos.
(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta, en la revista Estudios Jalisciences No. 48, número coordinado por Sofía Anaya Wittman, Guadalajara, Colegio de Jalisco, mayo del 2002).

1 comentario:

Ana Corvera dijo...

Orale qué buena onda! gracias por poner este artículo, me interesa el tema. Muy chido el blog. Saludos!