lunes, 13 de agosto de 2007

Las alegres perversiones de Míster Disney

A menudo Walt Disney es presentado, por los conservadores a ul­tranza, como el modelo, el paradigma y el arquetipo de cómo debería ser un arte (y sobre todo un cine) dirigido a los niños. Sin embargo, ya Mattelart y Dorfmann (en su ya clásico libro Para leer al Pato Donald) habían logrado de­mos­trar (si bien con algu­nos desbarrones ideologizan­tes debidos sobre todo a una escasa documentación) que el mundo de Disney no es tan puro como se pretende. Pero estos autores se limitaron a proponer un estudio a nivel de lo sociológico y tan sólo tomaron en cuenta las historietas basadas en los perso­najes disneyanos (aunque pretendiendo, por momentos, hacer la extrapolación a todos los productos ostentando el nombre de Disney).
Las cintas de animación son, en realidad, otra cosa. Pero también son muy dignas de análisis, pues podemos observar la forma como su contenido a menudo obedece a circuns­tancias más allá de los niveles más evidentes de la socioeconomía. En realidad, la obra de Disney merece toda nuestra atención, pues en ella es posible descubrir cosas bastante inesperadas (es decir, inesperadas desde el punto de vista del espectador que asume se trata simplemente de un cine sin complicaciones hecho para los ni­ños) capaces de ilustrar el funcionamiento del no consciente goldmaniano en las circuns­tancias de la producción cultural. Por cierto que este concepto, por supuesto, no debe confundirse con el de inconscien­te. Para una clarificación del significado de no cons­ciente (que tiene su origen en las teorías de Lucien Goldman) se puede con­sultar el libro de Edmond Cros, Théorie et pratique sociocritiques, Montpe­llier, CERS, 1985.
En este caso nos basta con señalar que el concepto se refiere a funcionamientos de tipo social, determinados por la pertenencia del individuo a determinados contextos socioeconómicos. El no consciente, como su nombre indica, no es percibido habitualmente por quien lo vive y está parcialmente determinado por él, pero no se encuentra en realidad reprimido. Sin embar­go, define y da significado a una gran parte de nuestras acciones y compor­tamientos. Lo cual puede significar que, bajo el as­pec­to rosa bombón del exte­rior de filmes como los de Walt Disney se pueden esconder cosas de otros muy distin­tos colo­res.
Tomemos el caso de las llamadas Silly Symphonies (Sinfo­nías tontas), serie de cortometrajes estructura­dos a partir de melodías musicales realizados por la compañía Disney en el inicio de la conforma­ción del imperio (antes de los primeros largometrajes). Se trata de breves cintas, en las cuales un análisis de lo más superficial puede, sin embargo, poner en evidencia la recurrencia de ciertas curiosas obsesio­nes.
En Water Babies (1935), por ejemplo, los protagonistas son niños desnudos, pero dibujados sin ningún tipo de genitales (ni masculinos ni femeninos), en un antece­dente de las figuras de los cupidos en la famosa Fanta­sia (1940) y según la regla de los juguetes todavía en la actualidad propuestos a nuestras niñas. Es lógico imaginar que, para muchas personas y de acuerdo a esta negación de la sexualidad en la infancia, el descubrimiento de los genitales en el cuerpo del otro se transforme posteriormente en una especie de trauma básico. Pero al espectador adulto estas imágenes casi forzosamen­te le producen una sensación de males­tar (como si fueran una metáfora extraña de la castración). Además de que, como es ampliamente sabido, la ausencia de algo necesario (como viene siendo evidentemente la ima­gen de los órganos sexua­les en un cuerpo desnudo) es un signo que lo pone más claramen­te en evi­dencia. Lo más curioso, sin embargo, es observar como, en este cortometra­je, hay una escena dirigida a representar con bastante claridad una amenaza de sodomización (el tallo de una flor es impulsado con violencia hacia el trasero de uno de los niños). Como si el sexo no existente necesitara un sistema de sustitución. O como si una significación reprimida se terminara haciendo visible en otro contexto, en la forma de lo que acostumbramos llamar un infra­texto (es decir, una serie de signos termina manifes­tándose a pesar de los intentos de reprimirla, simplemente transfirien­do su funcionamiento a otra parte de la obra).
En The Moth and the Flame (1938) se utiliza como motivo humorís­tico el tema de la seduc­ción. El seductor es la flama de una vela; la sedu­cida es una polilla. La polilla baila ante la flama mostrándole sus pantale­tas, y ésta “se crece” en una metáfora evidentísima de la erección. La po­lilla es atrapada finalmente por una telaraña y la flama comienza a “acariciarla”. La red de signos aquí presente es demasia­do legible.
En otro corto, Wynken Blynken and Nod (1938), tres niños (que en realidad son la perso­nalidad onírica y esquizoide de un solo niño dormido) muestran las nalgas todo el tiempo al abrir­se las “ventanas” de sus piya­mas, y uno de ellos recibe la visita de una especie de estrella-pez que se pasea por el interior de la prenda, recorriendo todo su cuerpo.
Resulta interesante observar como un tema recurrente de estos cortometrajes es el del perso­naje femenino agredido o solicitado con dema­siada insistencia por un ser connotado como “macho”. En The China Shop (1934) se trata incluso de un muy significativo sátiro raptando a una es­pecie de “pastor­cita” a la María Antonieta.
Con estos ejemplos me parece puede quedar claro lo que estoy tra­tando de seña­lar. Sin embargo, todos esto no tiene la inten­ción de ha­cer ver el cine de Disney como algo “pornográfi­co”, sino tan sólo de poner en evidencia que, debajo de muchas supuestas inocencias, se encuentran las mismas cosas capaces de causar escándalo cuando se exponen abiertamente. Incluso, a menudo los intentos por reprimir o censurar algún aspecto fracasan al transferirse los elementos reprimi­dos a otra parte del texto, adquiriendo otra forma. La moral, a fin de cuentas, es una simple cuestión de formas.
Otro ejemplo interesante podría ser el de Alice in Wonder­land (Alicia en el País de las Maravillas, 1951) de Clyde Geronimi, Hamilton Luske y Wilfred Jackson. Se trata, evidente­mente, de la adap­ta­ción hecha por la compañía Disney del texto de Lewis Carroll. Cierta­mente la película fracasa al tratar de darle “sentido” al nonsense carro­lliano y al proponer la inclusión en el relato de un cierto didac­tismo moral. Pero, en contraparti­da, tiene algu­nas excelentes imágenes, y su Wonder­land funciona a menudo muy bien como el universo a la vez extravagante, terrible y profundamente atractivo de la inconsciencia.
Hay, en este filme, muy claras metáforas sexuales (no asumidas conscientemente, por supuesto). Falos y vaginas simbó­licos pueblan la imagen, en la forma de una multitud de objetos capaces de evocarlos con mayor o menor clari­dad. Sobre todo en el lujurioso ambiente vegetal y mineral que conforma gran parte del País de las Maravillas. La Reina de Corazones es, con demasiada obviedad, la Gran Madre Castra­dora (su obse­sión por el decapitamiento -reconocida metáfora de la castra­ción- es muy clara), mientras las figuras pater­nas (la oruga, el Cheshire Cat, e incluso la morsa, en el nivel más nega­tivo) se diluyen todo el tiempo en la nada, y parecen esquivar el deseo de la hija (representa­da aparentemente por Alicia). El elemento líquido es más abun­dante aquí que en la novela de Carroll, y varias veces se nos presentan objetos destilando y goteando. Ya algunos psicoana­listas ha­bían hablado de líquido amniótico en lo referente al mar de lágrimas de Alicia, pero aquí tenemos otro tipo de signos homologándose con otro tipo de secre­ciones.
Por último, la metáfora de la sangre en la pintura roja es muy clara (para indicar su posible deca­pitación, una de los jardine­ros-cartas de baraja se pasa una brocha sangrienta por la garganta) y muy rica de posi­bles significados. Alicia oculta una brocha cho­rreando pintura roja y trata de esconderla a la percepción de la reina. Y cual­quier psicoanalista tendrá la tentación de pensar en la menstruación primera, en la rivalidad con la madre (a la cual se oculta el signo), y la transforma­ción de la niña en mujer. A notar tam­bién la recurrencia de las imágenes de túne­les, labe­rintos, pozos y agujeros, más abundantes aquí que en la no­vela de Carroll.
Parecería como si los creadores de esta película se hubieran to­mado la molestia de leer una gran cantidad de textos de psicoanálisis con el propósito consciente de hacer una ilustración de los mismos en su adaptación de Alicia. Sin embargo, los mismos autores han reconocido la forma como muchas de las imágenes incluídas en ella se les fueron completa­mente de las manos. Reconociendo la posibilidad de significados no previstos que se deslizaron en el contexto de la obra. Por otra parte, debemos to­mar en cuenta el modo como el discurso psicoanalítico forma ya parte del “paisaje cultural” contemporáneo, por lo cual fácilmente se desliza en muchos pro­ductos artísticos, sin necesaria conciencia de parte de quienes los reali­zan.
Entonces, ¿Disney es un autor para niños? Evidentemente es cuestión de percepciones. Por supuesto, todas estas películas pueden seguir siendo vistas como los epítomes absolutos de la inocencia por parte de los espectado­res que así lo prefieran. No se trata de satanizar a Disney (eso ya se ha hecho en mejor forma). Pero basta­rá con un poco de atención a los signos para permitir a cualquier espectador inteli­gente sentirse desconcertado (o di­vertido) ante algunos de los funcionamientos menos ortodoxos de sus fil­mes. Tomando siempre en cuenta nos encontramos aquí en el campo de la no concien­cia pura, y no sería realmente factible el culpabilizar a nadie. El propósito de nuestros análisis es simplemente el de “hacer ver” funcionamientos y no el de producir, en ningún momento, cazas de brujas ideológicas.
(Este trabajo se publicó originalmente, y en forma ligeramente distinta en el libro de Arnulfo Eduardo Velasco, El placer de las imágenes, Guadalajara, Universidad de Guadalajara-CUAAD, 2001).